En agosto del año pasado, varios carteles invadían las calles de Venecia. Invitaciones poco amistosas a que los turistas se marcharan de su ciudad. Dibujos de cerdos que los ilustraban. "Turistas, váyanse". "No son bienvenidos". El mensaje, claro y contundente, expresaba la furia veneciana contra los visitantes que destrozaban, ensuciaban, afeaban la belleza única de su ciudad. "STOP", el último de ellos.
2017 fue decretado el Año Internacional del Turismo Sostenible para el Desarrollo de las Naciones Unidas. Taleb Rifai, secretario general de la Organización Mundial del Turismo de la ONU, comentaba al momento del anuncio: "Es una oportunidad única para ampliar la contribución del sector del turismo a los tres pilares de la sostenibilidad -económico, social y del medio ambiente-, así como para aumentar la concientización sobre las verdaderas dimensiones de un sector que se suele infravalorar".
Turismo suele implicar prosperidad. Que haya miles de interesados en conocer una ciudad significa que esa ciudad se destaca, ya sea por sus paisajes, por su historia, por su distinción. Que haya turistas da trabajo interno, genera ingresos, reporta en grandes beneficios económicos. La actividad supone cerca del 10% del PBI mundial. Se prevé que, para 2030, habrá 1.800 millones de turistas en el mundo.
Sin embargo, más allá de que el turismo puede parecer un bálsamo, muchas ciudades buscan limitarlo, restringirlo. En Venecia, por caso, la población estable apenas llega a los 55 mil. Los turistas, por su parte, alcanzan los 40 millones por año. Más allá de la banalización -casi profanación- de sus lugares más emblemáticos, hay un problema numérico y lógico de armonía.
La ciudad italiana, entonces, en abril de este año implementó un novedoso "cuenta personas" en las áreas de mayor acceso. La idea contempla zonas estratégicas como el Puente de Calatrava, el Puente degli Scalzi y los otros tres que cruzan el Río Novo, considerados puntos de ingreso y salida masiva de turistas. Con ello, buscan regular el flujo diario de tránsito y compatibilizar la experiencia de los visitantes con la vida diaria de los residentes.
Otra ciudad afectada por el turismo masivo es Barcelona. En una ecuación simple, recibe más visitantes de los que está preparada para recibir. La solución que encontró el Ayuntamiento de Barcelona fue aprobar una ley, que ya entró en vigor, que prohíbe abrir hoteles en el centro de la ciudad, incluso si otros cierran. La decisión, que promueve tranquilidad en el barcelonés, causó obvia polémica en la industria hotelera que vea diezmada su posibilidad de acción.
"¿Puede el turismo de los Galápagos ser sostenible?", se pregunta un artículo de the Guardian, que se hace eco de la preocupación de las Islas debido a la llegada en masa de turistas en los últimos años. Temen por la integridad de la vida silvestre, el encanto que las vuelve -justamente- un punto predilecto para el turismo mundial.
Los casos se reproducen. A la lista que se abulta le sucede Dubrovnik, una ciudad croata que se volvió blanco de oleadas masivas de viajeros. Para limitarlo y preservar el bienestar de monumentos imprescindibles, sus autoridades agregaron cámaras de seguridad que inspección al casco histórico y controlan que el número de visitantes no supere los 8 mil.
Cada punto del mapa, con un envión marketinero, puede acaparar el interés del explorador más ávido. La Antártida, por caso, busca ocupar ese lugar vendido como "Turismo de última oportunidad". Se ofrece el blanco inmaculado de sus paisajes antes de que sean víctimas de las inclemencias climáticas y del hombre. En el año de la sostenibilidad, turismo de última oportunidad antes de que el propio turista destroce su naturaleza.
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