Cuando Facundo Marti Garro, de 18 años, alquiló una bicicleta para cruzar el puente Golden Gate durante sus vacaciones en San Francisco, de pronto se planteó un desafío mucho mayor: ¿por qué no pedalear hasta Los Angeles, donde tenía su vuelo de regreso a Buenos Aires?
El trayecto implicaba un esfuerzo de más de 800 kilómetros. La ruta 1 enlaza las dos ciudades icónicas de California y es famosa por su belleza y diversidad, su camino costero serpenteante sobre acantilados, entre faros históricos, puentes, playas, llanuras, bosques, reservas, subidas y bajadas. Es un camino panorámico que seduce a los automovilistas y también a ciclistas de todo el mundo.
(Hay decenas de tours grupales. El Clásico de la Costa Californiana (CCC) -del 9 al 16 de septiembre próximos- va por su décimo sexto año consecutivo. Durante ocho días se pedalean 845 kilómetros. Otras compañías como More Adventure y Pure Adventures también organizan propuestas de este tipo).
"En las bicicleterías me los recomendaron mucho. Viajar en grupo es más seguro porque vas con una camioneta que acompaña y si necesitás fuerzas tenés veinte flacos al lado para bancarte. Hay momentos del trayecto en que es duro estar solo", cuenta Facundo.
"La meta no era llegar sino superarse y disfrutar con el viento en la cara"
Pero él no tenía tiempo para organizar una futura cruzada grupal. Desde el hotel alcanzó esa tarde a buscar en Google alguna información sobre el viaje y sin más salió a hacer un fugaz estudio de mercado y comprar una bicicleta acorde. En los primeros dos negocios lo trataron de loco. "It's a crazy idea (es una idea loca) -le repetía una vendedora-. ¿Por qué no tomás un tren o alquilás un auto? El micro también te lleva". Con 18 años, solo, sin mayor experiencia como ciclista, sin saber cambiar una rueda, la idea asustaba.
En el tercer negocio, el vendedor se entusiasmó con el desafío. El hombre, de unos 30 años, lo guió con pasión hasta dar con el mejor equipamiento y le dio una clase acelerada de ciclismo: desde cómo cambiar una rueda pinchada hasta el uso de los cambios. Una hora después, Facundo salía del local y se sacaba una foto a pedido del comerciante.
Tomó aire, estiró las piernas y empezó a pedalear.
La voz de la experiencia
El primer día fue especial. Facundo gozó, sufrió y, por su inexperiencia, casi muere de sed. "Dos botellas de 500 ml de agua. Nada más y nada menos que ese líquido llevaba para mis primeros 65 km. Qué ingenuo", recuerda. Estaba a 800 metros de altura, miraba para abajo y veía la punta de los pinos. Finalmente encontró un arroyo de montaña.
Al principio, cruzó parques llenos de familias y cumpleaños infantiles, pasó a otros ciclistas pedaleando por un sendero paralelo a un canal, atravesó unas pequeñas cataratas y de a poco fue quedando cada vez más solo. Pero, sobre todo, aprendió la primera lección: arrancar el día con ocho botellas de agua como mínimo. Es indispensable estar siempre hidratado.
También tuvo que lidiar con las inclinaciones, especialmente las subidas. "Ingenuamente, comencé a subir algunas a pie, arrastrando la bicicleta. Algo que después me daría cuenta de que era totalmente realizable adaptando los cambios", se ríe.
Después de las playas y un faro histórico, el pequeño pueblo casi fantasma de San Gregorio -algo más que una intersección con un supermercado, un correo y una vieja estación de servicio- es una parada natural para reabastecerse de provisiones, y encontrarse con otros ciclistas. El camino continúa por Pescadero y Davenport hasta el reino del surf, Santa Cruz, con su famoso muelle y rambla al lado del mar con un pequeño parque de diversiones.
Su hoja de ruta proponía pedalear entre 60 y 90 kilómetros diarios. Todas las mañanas se planteaba un pueblo donde pasar la noche, y hasta ahí debía llegar.
"Cada día fue una temática distinta. Cada día era único, en todo sentido. Desde los paisajes hasta los sentimientos", cuenta. Las condiciones climáticas también fueron muy cambiantes. Tuvo sol, lluvia, y luchó contra vientos tan fuertes que sentía que pedaleaba prácticamente en el lugar.
Las playas y la villa de Carmel by the Sea son las joyitas del recorrido. Treinta años atrás, su alcalde era el actor Clint Eastwood. Este romántico pueblito sin semáforos con poco más de tres mil habitantes es el lugar preferido de los artistas. Casi cien galerías de arte habitan sus calles. También es conocido por un curioso código municipal, que prohíbe a las mujeres caminar con tacos de más de cinco centímetros de altura. Tal ordenanza fue introducida en la década de 1920 para evitar las demandas de las portadoras de tacos, que se tropezaban en el pavimento irregular originado por las raíces de los árboles.
De Carmel hasta Big Sur viene la parte más escénica, y la primer escala está a menos de 25 minutos pedaleando: el parque estatal Reserva Point Lobos. Si hay tiempo, es un punto para avistaje, fotografía, picnic, snorkel y buceo. Además de su belleza, cuenta con una rica y extraña flora y fauna, sitios arqueológicos y formaciones geológicas únicas. Se pueden ver lobos marinos (de allí su nombre), focas y con mayor suerte, de diciembre a mayo, delfines y ballenas. Su hábitat marino lo convierte en un destino popular del buceo. Hay senderos de caminata por la costa que conducen a cuevas y también un pequeño museo que supo ser una cabaña de pescadores.
Más adelante está Carmel Highlands, un pequeño enclave con casas y hoteles, último vestigio de civilización hasta Big Sur.
Vida de hostel
Sentimientos de soledad, libertad, y alegría, se reavivaban una y otra vez en el camino mientras Facundo dejaba a su derecha a los surfers remontando las olas del Pacífico.
Con el equipaje de mochilero en la parte trasera de la bicicleta, y adelante la mochila de mano, al llegar a los pueblos elegía motel para pasar la noche. "Nunca hice camping, no sólo porque no tenía carpa sino porque mi objetivo era llegar a las ciudades. En los hostels hacía sociales, hay gente de cualquier parte del mundo, todos con ganas de conocerse", relata. En los moteles, cuyas habitaciones dan a la calle, se puede ingresar la bicicleta al cuarto.
Pero una vez lo agarró la noche en la ruta. Tomó un camino equivocado, que lo llevó a un sendero de tierra. Después de varios kilómetros se encontró con que no tenía salida. Googlemaps parecía indicarle que era esa la ruta correcta, pero al hacer zoom al máximo divisó que debía tomar un camino paralelo, a unos 10 metros, del otro lado del alambrado. La linterna se le caía de la bicicleta y tuvo que sostenerla con la boca. "Se te escapan cosas, y está en uno aceptarlas. Son parte del viaje", relata.
Llegando a Big Sur está el parque estatal Pfeiffer Big Sur, con baños y duchas, un hospedaje, camping y cabañas, moteles, restaurantes y un pequeño supermercado. Es un punto clásico del recorrido para los ciclistas. Sin embargo, la ruta estaba y sigue cerrada. El puente Pfeiffer Canyon está siendo reconstruido y se rehabilitará en septiembre.
Una alternativa es la ruta 101, una avenida también conocida que circula paralela a la 1 pero unos kilómetros más adentro. "Es más rápida. La 1 es escénica, la 101 va entre campos y montañas con tramos que también dan a la costa", cuenta.
San Luis Obispo es una de las ciudades más grandes del recorrido y uno de los tantos santos que pueblan la zona, por ser una de las numerosas misiones que franciscanos españoles establecieron en California. Si hace falta un descanso, es ideal para quedarse una noche de yapa.
Atravesando Guadalupe y Santa María aparece otra de las perlitas, Solvang. De golpe y sin pasaporte, el visitante ingresa en Dinamarca. Fueron dos maestros quienes tuvieron la idea de recrear allí una villa danesa para crecer sin olvidar sus raíces. Otros compatriotas los siguieron. Solvang (tierra soleada, en ese idioma) tiene molinos de viento, tiendas con carteles de tipografía gótica, casas de techos en punta con tejas oscuras y listones de madera en sus fachadas, restaurantes, cervecerías y panaderías que convidan la gastronomía del país europeo.
La ruta 1 y 101 se fusionan y llegan otra vez sobre la costa a la ciudad de Santa Bárbara, que ofrece amplia hotelería, shopping, restaurantes y playa. La mejor forma de disfrutar de la costa es desde el parque Shoreline, con senderos para caminar y pedalear al lado de la arena. La ciudad tiene grandes reminiscencias del estilo colonial español.
El último destino sobre la costa es Santa Mónica, a 25 km del centro de Los Angeles. Facundo la veía, a medida que pedaleaba bajo la lluvia y caía la noche. Mientras divisaba el famoso muelle, se le pasaban flashes con cada momento del viaje. Los primeros kilómetros, las pedaleadas en pleno campo y oscuridad, los vientos más agresivos, los rostros de tanta gente que le deseó éxito a lo largo del camino. Fueron diez días y más de 800 km de esfuerzo. En ese momento no hubo palabras, sólo lágrimas y risas. Llegó al muelle, levantó su bici y se sacó la foto final de la aventura. Y dio gracias por esta crazy idea.
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